Callejón de los Quemados

Callejón de los Quemados
 
En obsequio a diversas peticiones de los lectores de esta columna dominical, iniciamos a partir de esta entrega, la reproducción de algunas de las importantes leyendas de Pachuca y otros sitios del estado publicadas en los últimos años. Sólo una aclaración deberá hacerse al respecto, la leyenda es parte de la historia y aunque no estrictamente narra hechos verdaderos, en la mayoría de los casos por tratarse de una tradición popular están llenas de imaginación y fantasía, aunque en su trasfondo permitan entrever hábitos y costumbres reflejo de la época en que surgen.
La mañana del 27 de marzo de 1718, fue particularmente calurosa, Ramón Sagredo, otrora barretero en la mina del “Cristo”, retirado después que una pegadura o derrumbe en uno de los socavones, prácticamente le cercenó ambos pies, aunque pudo salvar la vida gracias a que una viga del ademe de aquel lugar, evitó que cientos de toneladas de roca y tierra le cayeran encima del resto de su cuerpo.
 
A partir de entonces Ramón se vio en la necesidad de cambiar de oficio. Primero entró al amasijo de la panadería “El Pan Nuestro” abierta en la calle de los mesones –hoy Matamoros–, muy cerca de la entonces plaza de toros “Lo de Avendaño” que no es otra, que la actual Plaza de la Independencia. Ante su fracaso en el amasijo, se fue a trabajar con Matías de Santamaría como carnicero en el exitoso negocio que este había instalado en la calle del Comercio, hoy de Doria, a la altura de la Plaza de Luzón, un gran triángulo ubicado entre las actuales calles de Jiménez, Doria y Abasolo, que años después dio paso a la edificación de un gran número de casas y hasta mansiones de encumbrados Pachuqueños.
 
Aquella casi primaveral mañana, el dueño de la carnicería encargó a Ramón vigilar el gran cazo donde se cocía el “chito”, nombre que se daba a las fritangas de puerco. La tarea consistía en menear o remover constantemente con una enorme pala de madera el contenido de aquel recipiente, lo que desde luego costaba gran trabajo a Sagredo, debido a la inmovilidad de sus extremidades inferiores, por lo que tenía que treparse a duras penas en un banco de altas patas a fin de situarse sobre el perol hirviente de carne.
 
A un lado de la carnicería, existía una muy conocida pulquería, llamada “El Puertecito” regularmente abierta todo el día, aunque la hora de la clientela era el atardecer, cuando los mineros y operarios de las distintas haciendas de beneficio salían del trabajo. Aquella mañana sin embargo, libaban desde temprano en su interior Toribio Lucio y su mujer Jacinta, quienes venían arrastrando la juerga desde la tarde del día anterior.
 
No es posible saber si fue el cansancio o la gran cantidad de pulque ingerido por ambos o ambas cosas, lo que propició que la pareja iniciara una disputa que pronto derivó en una gran reyerta, en la que por cierto, quien llevaba las de perder, era precisamente Toribio, dado que su pareja menos beoda y de mucho mayor estatura, logró asestarle varios golpes por demás efectivos. Fue a raíz de ello, que Toribio fuera de combate, fue lanzado a la calle, donde ciego de furor empezó a lanzar piedras al interior de la pulquería propiciando que Jacinta saliera con una rebosante jícara de pulque, dispuesta a repeler la agresión de su pareja.
 
Toribio reaccionó de inmediato, de reojo alcanzó a ver la pala con la que Ramón movía a duras penas el gran cazo de carnitas, con un movimiento por demás torpe intentó arrebatar al minusválido aquel utensilio, pero tropezó, sin poder evitar proyectarse de bruces sobre el perol que empujado, cayó sobre la humanidad de Ramón quien lanzó un terrible grito de dolor, seguido de otro pronunciado por Toribio, el ardiente contenido aceitoso les causó a los dos terribles quemaduras, perdiendo ambos el sentido. Los ayes de dolor, prolongados por largo tiempo, rompían el ajetreo de la mañana citadina y pronto juntaron en el lugar a un buen número de transeúntes que se arremolinaron alrededor de los quemados.
 
Muchos de los que llegaron hasta la dantesca escena, intentaron auxiliar a los heridos pero todo fue imposible. Según se cuenta, las víctimas ya no recobraron la conciencia, pero sus gritos y el rictus de dolor reflejado en su cara eran clara muestra de su gran sufrimiento.
 
Aquellos hechos estremecieron al todavía pequeño Real de Minas y fueron los que propiciarían que los habitantes de Pachuca se dirigieran al Virrey Juan de Acuña y Bejarano, Marqués de Casa Fuerte, a fin de que aprobara la creación en esta comarca de un centro hospitalario de la orden de San Juan de Dios, quien otorgó la licencia para su construcción el 3 de noviembre de 1725, en el sitio y lugar que el Capitán Francisco de Luzón y Ahumada, cedió para tal efecto, en un predio de buenas proporciones, ubicado entonces en las goteras de la ciudad, situado en la que se llamaría después calle del Hospital, que no es otra que la actual de Abasolo .
 
El Nosocomio cuya construcción se inició en 1725, aprovechó su vecindad a una antigua capilla dedicada a la virgen de Guadalupe, cuya advocación le daría nombre y fama, pues antes de que el siglo 18 transpusiera el paso a su segunda mitad, funcionaban ya las instalaciones hospitalarias a través de una gran sala de enfermos no contagiosos; dos décadas después se abrió otra para enfermedades contagiosas y finalmente ya en 1808 una más para mujeres.
 
Aquellas instalaciones, prolongaron su vida hospitalaria en 1851, al convertirse en hospital del Ayuntamiento de Pachuca y años después a partir de marzo de 1869, en asiento del Instituto Literario y Escuela de Artes y Oficios que andando el tiempo se convirtió a partir de 1961 en Universidad Autónoma de Hidalgo.
 
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Pachuca Tlahuelilpan julio de 2016.