El incendio de la mina del Encino.

   

El Incendio que esta misma semana acabó con lo poco que quedaba con el tiro de la mina de San Juan Pachuca, mucho nos habla del gran pasado minero de nuestra ciudad. Ha transcurrido ya una década del prácticamente cierre de todas las minas de la comarca y aún surgen noticias relacionadas con la actividad extractiva, lo que nos permite hoy, hacer remembranza de una de las primeras y más importantes tragedias mineras.

El 8 de junio de 1789, la entonces muy noble y leal ciudad de Nuestra Señora de la Asunción y Real de Minas de Pachuca, despertó más temprano que de costumbre, las campanas de la parroquia de la Asunción y de los templos de la Santa Veracruz y la virgen de Jerusalén, sonaron a rebato y pronto se les unieron las de las iglesias del convento de San Francisco y del hospital de San Juan de Dios; eran apenas unos minutos antes de las 5 de la mañana, cuando la azorada población minera se enteró de los hechos. Las calles y callejones se convirtieron en ríos humanos, que pronto llegaron a la Plaza Mayor (hoy de la Constitución), donde don José de Jesús Belmar, a la sazón subdelegado en Pachuca, se paseaba nervioso en el podio de los pregones. En menos de media hora, se habían reunido en aquel sitio más de 800 personas, el subdelegado Belmar sentía en ese momento el peso de sus casi sesenta años; sin embargo, armándose de valor, tomó el altavoz de madera y llevándoselo a la altura de la boca empezó hablar “….que Dios nos ampare a todos en este afligido momento, sepan sus usías que esta madrugada se ha desatado un voraz incendio en la mena (sic) del Encino, sin que hasta ahora haya logrado salir nadie…”, el silencio fue entonces sepulcral, después, el funcionario Real, tomó cuanto aire pudo y continuó, “es necesario que vuestras mercedes acudan con nosotros, a socorrer a esos pobres hijos de Dios y María Santísima….”

Los asistentes se veían azorados unos a otros, pero cuando el subdelegado solicitó su apoyo, como impulsados por misterioso resorte, empezaron a exclamar, ¡vamos todos a la mina!, fue el primer grito surgido en las inmediaciones de la muchedumbre ¡salvemos a nuestros mineros!, gritó por allí una mujer y de inmediato, iniciaron la marcha, unos por la calle de las Cajas (actualmente Venustiano Carranza), otros tomaron la de el Caballito y el resto se desbordó atravesando el puente de Gallo frente a la Asunción, caminaron por detrás del mercado de la fruta (hoy Miguel Hidalgo).

La mina del Encino, que era de las más antiguas del otrora Real de Tlahuelilpan, después de Pachuca, se encontraba ubicada al pie del cerro de San Cristóbal, frente al de La Magdalena, en la cañada que llamaban del portezuelo. Había sido explotada desde tiempos inmemorables, muchos aseguraban que desde que el imperio Azteca se apoderó de esta región, en los tiempos de Itzcoatl el cuarto Tecuhtli Mexhica, se habían iniciado los trabajos de explotación de ese rico fundo, de modo que desde entonces se había mantenido en activo.

En las afueras de la mina, don Nicolás de Ramírez, capataz de todas las minas del Conde de Valle Ameno, organizaba las maniobras de salvamento. Había entre aquella amorfa muchedumbre decenas de mujeres, que daban rienda suelta a su amargo llanto, eran seguramente esposas, madres o hijas de alguno de los infelices mineros que permanecían en el interior de la mina; Ramírez escogió entre los asistentes a los hombres de mediana edad y algunos chamacos, les entregó los sombreros de palma que llevaba en la mano y les fue dotando de cera y pabilos, para colocarlos encima del rudimentario tocado de palma y poniéndose al frente, marchó delante hasta llegar a la boca-mina, donde desapareció con todos en unos minutos.

Sin importar el intenso calor del medio día y luego el aguacero de la cinco de la tarde, la muchedumbre permaneció a las puertas de la mina; pocos, muy pocos se fueron, pero pronto regresaron, otros llegaron al salir del trabajo en los demás fundos. Don Jesús Belmar había organizado ya los primeros auxilios, se construyeron parihuelas y se confeccionaron vendas con los cientos de prendas de vestir que la gente depositaba en manos de los flebotomistas –médicos en ciernes–, que acompañados de los hermanos del hospital de San Juan de Dios y sus enfermeros, se encontraban ya en espera de que salieran los atrapados y sus salvadores; pronto la noche cayó inexorable sobre el viejo Real de Minas, entonces el olor de la madera quemada procedente de los ademes calcinados de la mina, se hizo perceptible.

Una voz dijo de pronto, ¡allí vienen ya!. La muchedumbre se arremolinó en la boca-mina de donde fueron emergiendo los que por la mañana habían ingresado a la mina siniestrada. Nicolás de Ramírez, fue el primero que salió, llevando en hombros el cuerpo ennegrecido de un individuo que apenas se quejaba; detrás de él, la fila era interminable, uno a uno fueron saliendo los auxiliadores llevando consigo diversos afectados. Después de poner en manos de los hermanos de San Juan de Dios el cuerpo que conducía, Ramírez se levantó lentamente, volteó hacia donde un grupo de hombres y mujeres en silencio le interrogaban con la mirada, “solo pudimos salvar a unos cuantos”, dijo y agregó con la voz quebrada por la pena, “la lumbre acabó con todo y con todos”.

Cuando don José de Jesús Belmar ordenó que la boca-mina fuera tapada con piedras y lodo, para sellar la entrada a efecto de propiciar que la falta de oxígeno apagara el incendio, el llanto de los familiares de quienes quedarían adentro e irremediablemente morirían, se hizo ensordecedor.

A la mañana siguiente las campanas de los templos tañeron nuevamente, ya no a rebato, sino melancólicas y lastimeras, para anunciar el duelo que vivía la comarca por la muerte de más de un centenar de operarios de aquella mina, la más antigua y opulenta de todas las que entonces existían.

Muchas catástrofes, siguieron al incendio del Encino, algunas de gran magnitud como la del Bordo, del 10 de marzo de 1920, o la de San Rafael de 1931, las inundaciones de 1868 y 1879, y otra docena más, las frecuentes “chorredas” de malacates ––caída de las jaulas de ascenso y descenso de trabajadores–, accidente recurrente en el Pachuca minero, ese que es hoy sólo motivo de historias y recuerdos.

www.cronistadehidalgo.com.mx Pachuca, Tlahuelilpan; Mayo de 2015.