Una procesión franciscana en Pachuca

El lunes 8 de mayo de 1780, seis religiosos del colegio apostólico de San Francisco en Pachuca, salieron en procesión rumbo a la iglesia parroquial de la Asunción; cumplían así con lo ordenado en sus constituciones particulares -cuyos estatutos aprobados cincuenta años antes en 1732, al ser elevado el monasterio de Pachuca a la categoría de colegio apostólico de propaganda FIDE - en lo sustancial fueron ratificadas y adicionadas en 1772, al erigirse en provincia independiente por Bula de Su Santidad el Papa Clemente 14.

El precepto disponía, que a efecto de pregonar y predicar sobre el ejemplo de Jesús, el seráfico padre Francisco y un grupo de seis religiosos, saldrían cada 52 días del convento con dirección a la parroquia. La procesión partió del templo franciscano poco antes de las seis de la mañana, cuando el sol se elevaba ya sobre los cerros del oriente pachuqueño, y marchó lentamente por la calle “Real”, hoy de Hidalgo. Un fraile, el de mayor jerarquía, llevaba una gran cruz de madera, el resto con la cabeza gacha mirando al suelo entonaba cánticos de alabanza al señor.

En cada esquina o toma de agua pública –que las había en casi todos los cruces de aquella calle–, la comitiva se detenía a platicar con los fieles que les observaban pasar con veneración y respeto. El objeto de esta medida, era exhortar a todos los feligreses a orar y cumplir los mandamientos de la ley divina; no aceptaban limosnas ni obvenciones de ninguna clase, pero sí compromisos y mandas religiosas para mejorar la conducta de los seglares que atendían.

Era curioso ver que aquel grupo de frailes enfundados en el obscuro y raído aunque limpio hábito conventual, marchaban descalzos y las huellas de sus pies quedaban estampadas en el terroso arroyo de la calle, como muestra indeleble de su espíritu de pobreza tan admirado por la feligresía pachuqueña. Al llegar a la esquina que la calle Real hacía con la “Cuesta China” –actual calle de Ocampo– donde se encontraba la casa del señor Conde de Regla –su magnánimo benefactor–, se detenían a platicar con los miembros de la servidumbre, pues regularmente don Pedro Romero de Terreros permanecía la mayor parte del tiempo en sus haciendas de Santa María o San Miguel Regla en Huascazaloya.

La seráfica comitiva, se dirigía enseguida hasta la “Plaza Mayor” -hoy de la Constitución”-, sitio en el que dos frailes se separaban para seguir hasta la cárcel de la Alcaldía, ubicada en la parte posterior del edificio de la Caja Real, sita en la calle del “Caballito” –hoy Venustiano Carranza–. Tal y como lo disponían los estatutos, los frailes acudían a la casa cural a fin de entrevistarse con el párroco, a quien solicitaban permiso para predicar, confesar y celebrar misa en su templo, ya que en caso de oposición del cura secular, “debían desistir ipso facto de su intento, sin disputa, controversia, quexa (sic) y sentimiento, pasarían a otra parte ofreciendo al señor sus buenos deseos y sacrificando su zelo (sic) en aras de la humildad y de la paciencia”.

Todo aquel día permanecieron los frailes en la iglesia parroquial, que recibió por ello mayor número de asistentes a los servicios religiosos. Hubo largas filas en los confesionarios y muchos asistentes a las pláticas de ejercicios espirituales efectuados en el camarín anexo a la parroquia, en tanto que los niños escucharon con atención las pláticas que por grupos brindó uno de los hermanos franciscanos, primero a las niñas y más tarde a los niños.

Al atardecer, a eso de las 6, se concelebró una gran misa, en la que el superior de la comitiva franciscana predicó por espacio de 20 minutos, su sermón fue dedicado a difundir la ejemplar vida del santo de Asís, fundador de la más famosa orden religiosa en la Nueva España; al terminar, tras agradecer al párroco Mariano Iturría, su deferencia ese día, se marcharon por el camino que recorrieron por la mañana, llevando cánticos que entonados resonaban graves y sonoros por la desigual y quebrada calle Real, las ventanas se abarrotaban con la presencia de los habitantes de cada casa, quienes de rodillas recibían las bendiciones que los frailes lanzaban a diestra y siniestra.

Poco después de las 7 de la noche, la peregrinación llegaba a las puertas del monasterio, donde el prior les recibía con muchas muestras de cariño y respeto; minutos más tarde, el superior escuchaba en privado el informe de las actividades realizadas ese día en la parroquia, y en unión de los integrantes de la comitiva acudían a la capilla de la tercera orden –dedicada a Nuestra Señora de la Luz–, donde todos juntos daban gracias al creador por haberles permitido hablar y predicar con el ejemplo sobre las bondades de una vida de recato.

A las ocho de la noche cuando la luz del sol se ocultaba al poniente, frente al convento procedían a pasar al refectorio tras cantar en comunidad las preces nocturnas, y después de una frugal cena, partía cada uno de los integrantes del monasterio a sus aposentos.

Importante es decir que la vida cotidiana de cualquier poblado en aquellos años y en cualquier parte del mundo, se ceñía al periodo de luz solar, en mayo el sol iniciaba su salida hacia las cinco y media de la mañana y se ocultaba sobre las ocho de la noche, la falta de fuentes de iluminación adecuada, propiciaba que la vida de trabajo, se circunscribiera a los horarios de luz solar.

Los pormenores de aquel día se encuentran contenidos en un extenso documento, que obra en el archivo Franciscano de Washington, que en su momento fue rescatado y preservado por el doctor Fernando Ocaranza, aquí complementado con datos obtenidos del magnífico trabajo del investigador hidalguense Álvaro Ávila Cruz, titulado “Los frailes Descalzos de Pachuca, su Convento y Colegio”, publicado por el Consejo Estatal para la Cultura y las Artes del Estado de Hidalgo.

Pie de foto: Edificio del Templo de San Francisco en el año de 1926, perteneciente al Convento y Colegio de Propaganda Fide.

www.cronistadehidalgo.com.mx Pachuca Tlahuelilpan 10 de mayo de 2015