Un día en la Hacienda.

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En una de mis muchas incursiones a los libros de viejo de las calles de Donceles en la Ciudad de México, me encontré con un bellísimo ejemplar del libro “Las Haciendas de México” de don Manuel Romero de Terreros, autor que utilizó en muchos de sus escritos el seudónimo de Marqués de San Francisco –que lo fue por herencia– dentro de ese ejemplar, hallé cuidadosamente dobladas, tres hojitas de un papel delgadito como de cebolla, en las que un peón de la hacienda de San Javier, dejó plasmadas bellas reflexiones acerca de la vida cotidiana al interior de aquella heredad, escritas con una descuidada caligrafía y ortografía, seguramente plasmadas entre finales del siglo 19 y principios del 20, que recogidas por el dueño del libro se transcriben aquí con algunas apostillas y entero respeto de la ortografía y gramática con la que fueron redactadas:

“(……) ah que re-chulas son las madrugadas en la Hacienda, sobre todo cuando en la noche de anterior llovió tupido. El purito olor que se desprende de la tierra mojada, cuando le llegan los primeros rayos de sol, nos levanta el ánimo a los peones y creo que hasta el patrón y el capataz se ponen de “guenas”. Bien temprano el patio mayor de la hacienda, se llena de chilpayates que corretean mientras esperan que salga el ganado que han llevar a pastar. De las casas y jacales empieza salir el jumo de los fogones, que hace primero chillar rete muncho, pero aluego, cuando se empiezan calentar las tortillas y los frijoles, el olor como se mete hasta la panza y nos revolotea el hambre, ya pa-ntonces don Sidronio el capataz nos va metiendo en los guayines y va diciendo lo que tenemos que hacer, mientras las viejas de unos y las mamases de otros, se acercan pa dejarnos el almuerzo, que munchos, tan pronto empieza andar el carromato, pellizcan pa saciar el lombriz. Pa cuando el sol ya brilla completito, le estamos dando a los sembradíos, la cosecha ya se acerca pa unas tablas, y en otras pus aluego se ve que le falta poquito, por allá algunos andan desyerbando y por acá ya andamos pidiendo que nos manden la carreta porque vamos a cortar las primeras mazorcas, Ah como chifla bonito don Cruz, no hay naiden que lo haga mejor, aunque el Pedro, tiene buena voz y le hace segunda cantando aquello de “ (…) Ya se ve la barranca y el puente y mi perro me viene a encontrar, el sembrado se queda pendiente porque ya los bueyes no quieren jalar. La humareda de mi jacalito ya se extiende por todo el trigal, y en el fondo se ve el arroyito que todas las tardes me suele arrullar (….) (El peón no reproduce completas las cuartetas aquí transcritas) Todos nos quedamos como lelos, mientras admiramos el paisaje, que tal parece es descrito por la canción que interpretan don Cruz y Pedro, quienes se sienten como músicos (artistas) en medio de toda la peonada de la hacienda que por largo ratote deja la labor que tiene encomendada. Ya como a la diez de la mañana, el Sidronio grita con todas sus juerzas: “raaanchoooo” y corriendito sacamos de los guangoches, –bolsas de lona– las dobladas y el frasco de los frijoles, así como nuestra buena ración de pulque. No hay que acabárselo todo, porque todavía falta la hora de la comida que será por ai de las dos o dos y media. La mañana se va rete rápido cuando hay tanto que hacer. El sol bello de las primeras horas de la mañana, es ahora como un enorme leño que quema la piel y da muncha sed y la calor nos hace sudar. (…..) así transcurre el día hasta por a(h)í de las cuatro o cinco en que regresamos a la hacienda (……) Las campanas de la capillita que está al lado del tinacal, anuncian nuestra llegada y la cercanía del rosario que reza casi siempre doña Pachita, la mujer de Sidronio el capataz, por ahí de las cinco o cinco y media de la tarde (…..) mientras la carreta que nos lleva, se va acercando a la hacienda, todos en silencio vamos mirando pa los campos verdes que pronto nos entregaran la cosecha. Al mirar parriba, nos damos cuenta que el cielo nubloso de agosto, deja pasar algunos rayos de sol que caen sobre las ya crecidas milpas y todo se ve re bonito, sobre todo donde se cai una lluviecita que después de mojar los maizales, suelta ese olor que nos gusta tanto. La llegada a la hacienda casi al anochecer, se anima de nuevo con las voces y juegos de la chiquillería, uno corre rodando una desechada llanta de bicicleta, otro monta una gruesa vara que simula ser un gran caballo, por allá las chilpayatitas (niñas) juegan con sus muñecas di trapos y otros más organizados, cantan y bailan canciones de niños. Mi “Tata” que ya está ancianito, mira los juegos, apoyado en su bastón, seguramente recuerda su ya muy lejana niñez, pues se le ve una sonrisa en su cara. De la “calpanería” –conjunto de casas donde viven los peones– sale el “jumo” de los fogones en los que se cuecen los frijolitos, se tuestan los totopos y asan los nopalitos, mientras nuestras mujeres sofríen en manteca otros manjares, “pa” entonces ya nos gruñe la panza de hambre y por ahí de las 7 de la noche nos sentamos todos alrededor del fogón “pa” cenar antes de irnos a dormir y poder terminar el día. Como podrá observarse, el documento no tiene desperdicio, es un portento de información, que por otra parte sería aparentemente escrito con la maestría de un consumado escritor, no obstante que su autor como se desprende de la redacción, era simplemente un peón más de aquella hacienda, en alguna época propiedad de los jesuitas y vendida más tarde a don Pedro Romero de Terreros, el primer Conde de Regla, cuya familia la poseyó hasta bien entrado el siglo veinte. Pie de foto: Del portal de exploramex, esta imagen que describe los terrenos de una hacienda pulquera.