Los aguadores en el Pachuca de ayer

Pachuca es y ha sido, una ciudad con grandes carencias de agua, condición derivada de su ubicación, en una alta meseta, extendida en las faldas de serranía, por la que solo se deslizan algunos escurrimientos en la época de lluvias, que cuando son intensas, inundan algunos sitios como la oquedad en la que se asienta el antiguo Real de Minas de Pachuca, con lo que se han provocado verdaderas catástrofes.

            Para drenar las precipitaciones de la sierra –hoy casi detenidas por una docena de presas y represas– la ciudad solo cuenta con el pequeño lecho de un río, llamado por eso mismo, de “las Avenidas”  actualmente cubierto desde la hacienda de Loreto en el norte, hasta bulevar Everardo Márquez en el sur.

La importancia de los eventuales torrentes, quedó manifiesta en el periodo virreinal cuando, de acuerdo con el historiador Manuel Orozco y Berra, las avenidas del rio de Pachuca llegaron a volcarse sobre la laguna de Zumpango, que a su vez derramaba sus aguas sobre el Lago de Texcoco y este sobre la antigua Laguna de México, con lo que se generaban cruentas inundaciones en la capital del Virreinato.

En alguna época, el río de Las Avenidas, se convirtió en un verdadero estercolero, pues muchas casas de la población lanzaban sus fétidas descargas sobre su cauce, contaminándolo, pero ante todo propiciando pestilentes olores de los que se quejaban muchos vecinos radicados en sus riveras.

Hacia finales del siglo 19, crecieron las quejas, en razón de que las haciendas de beneficio metalúrgico, vertían en el río los lodos de mineral con azogue que, en épocas de estiaje, se acumulaban en los puentes, azolvando el cauce del río, con el consecuente riesgo de inundaciones.

Un delicioso artículo aparecido en el semanario “El Grito Obrero”, escrito por quien se hizo llamar el “El Sabañón” recordaba que los niños, por ahí del 1870, se entretenían en el lecho del rio, recogiendo en botellitas de vidrio, residuos del azogue utilizado en el beneficio mineral, que hallaban gracias a su plateada apariencia.

Las inundaciones del 27 de septiembre de 1884 y 7 del mismo mes pero de 1886, obligaron a las autoridades a realizar obras para desazolvar, ensanchar y profundizar en diversos puntos el cauce del río así,  como para elevar su rivera en puntos como el costado oriente de la Plaza Independencia entre las calles de Ocampo, Leandro Valle y Mina, donde se levantaron bordos que elevaron su paso. Aun así, el río fue causa de otras inundaciones, aunque menos cruentas, salvo aquella que enlutó a la ciudad el 24 de junio de 1949.

Pero el mayor problema en este rubro, es y ha sido el del agua potable; en principio lo fue por la dificultad para cavar pozos de gran profundidad con herramientas todavía rudimentarias, cuyo brocal se convirtió en fuente pública de abastecimiento para surtir a los habitantes. La historia cuenta, que el Pachuca virreinal contó con al menos dos, abiertas en sitios estratégicos del entonces reducido espacio urbano, esa costumbre se prolongó hasta bien entrado el siglo 19, al menos hasta el 1861, cuando la Comisión Científica de Pachuca, daba cuenta de los esfuerzos para mantener en uso las fuentes de la Plazuela de San Francisco, de la Santa Veracruz (hoy Plaza General Anaya), de la Plaza de las Diligencias (actual de la Independencia) y la del jardín Constitución, inaugurada gracias al trabajo del Subprefecto José Luis Revilla en 1864.

Un aguador camina frente al antiguo Palacio de Gobierno del Estado —esquina de la Plaza Constitución y Patoni—carga sendos botes de agua pendientes del aguantador de madera que lleva al hombro.

 Entre los últimos años del siglo XIX y primeros del XX, comenzaron las obras de equipamiento para llevar agua entubada, al ya crecido número de viviendas citadinas. En principio solo fueron beneficiadas, las de la zona centro, en razón de la dificultad que significó tender tuberías hasta los barrios altos, para los que se colocaron “tomas públicas”, llamadas gallitos de agua.

Es hasta bien entrado el siglo 20, cuando el servicio domiciliario se regularizó, sobre todo en los barrios altos, gracias a la construcción de tanques elevados y otras medidas que consiguieron brindar el servicio a más del 90 por ciento de los pachuqueños del viejo asiento de la ciudad.

Dos aguadores cruzan en lejano 1917, las inmediaciones de la Plaza de la Independencia en su cruce con la calle de Ocampo, enmarcados por un cargador de leña y dos apresurados transeúntes, ella, con falda hasta el huesito, él, tocado con sombrero de fieltro.

            Una de las consecuencias de la falta de agua potable, permitió el surgimiento de un grupo de personajes, que llegaron a ser consustanciales al panorama citadino, los AGUADORES, oficio muy socorrido durante todo el año.  Eran estos, hombres humildes, la mayoría de 40 años o más, separados de su trabajo en alguna de las minas de la comarca precisamente en razón de su edad.

Desde muy temprano se les veía llegar a cualquiera de los gallitos públicos, donde tras hacer la fila, llenaban dos botes o cubetas que colgaban de un aguantador que echaban al hombro y les permitía mitigar el peso. Allá por los años cincuenta, cobraban 20 centavos por bote, por lo que cada viaje les redituaba un total de 40 centavos, de modo que en los 12 acarreos, realizados entre 6 de la mañana y las 2 de la tarde les permitía ganar, un total de 4 pesos 80 centavos al día cuando la cosa iba bien.

No faltaba quien intercalaba los acarreos, con la realización de algún mandado al mercado o el acomodo de algún mueble o maceta, que les proporcionaba alguna cantidad extra. Que lejos aquellos días en los que se decía   ¡ A nadie se le niega un jarro de agua ¡. Hoy, un vaso de del preciado líquido, llega a costar en algún restaurante cerca de 20, pero pesos. ¿Increíble, no le parece?