La primera Leyenda del Reloj de Pachuca.
Julio Meza Hernández, era un enorme mocetón de metro ochenta y cinco centímetros de estatura y poco más de 90 kilos de peso bien repartidos, de modo que no exhibía la protuberancia estomacal que caracteriza a los obesos. Desde muy niño se vio obligado a trabajar con sus tíos Jacinto y Pedro Hernández Baldovino, dueños de la mejor marmolería del Pachuca de finales del siglo 19, ubicada en la plazuela de San Francisco sin número, allí donde iniciaba la llamada cuesta del Corral de Consejo, hoy calle de Arista.
Se preciaban los dueños de aquel taller, de haber esculpido más de la mitad de los mausoleos existentes en el antiguo panteón de San Rafael. situado al sur del actual Parque Hidalgo y los primeros del flamante cementerio de San Bartolo abierto en 1901. El Juli” como le decían sus patrones y amigos se destacó en aquella marmolería por la gran destreza que alcanzó en el manejo del cincel y el martillo, de modo que a sus treinta años era ya un consumado maestro en el oficio, debido a lo cual fue reclutado por los hermanos Hernández Baldobino para concluir las obras de la torre del Reloj, particularmente para esculpir las molduras y motivos que enmarcarían las caratulas del monumento, encomendadas a los reconocidos canteros Hernández Baldobino, quienes solicitaron al residente de las obras ingeniero Francisco Hernández, les permitirá llevar con ellos al “Juli”, lo que fue de inmediato aceptado.
Allí a 30 metros de altura, instalaron los canteros su taller; tras escoger los bloques de material, supervisaron su traslado hasta las alturas mediante una grúa aportada por la Compañía de San Rafael y allí mismo comenzaron el esculpido de las imágenes que rodearían las caratulas del reloj, todo ello a principios del lluvioso mes de mayo de 1909. Para noviembre de ese mismo año, se habían ya levantado los muros –del último cuerpo– en el que se colocarían las caratulas y un mes más tarde, la cúpula de cobre traída de Monterrey, de todo ello fue testigo y hasta actor el “Juli”, pues se vio obligado en múltiples ocasiones a brindar ayuda a peones y albañiles para subir viguetas, campanas y lo propia cúpula.
Apasionado por su trabajo, permanecía más allá de las horas de su jornada ordinaria, pues se retiraba hasta que el sol se ocultaba y muchas veces, después de las nueve o diez de la noche. Soportaba estoico las fuertes rachas de viento, el calcinarte sol o la pertinaz lluvia que penetraba por los vanos donde se colocarían las caratulas. Es el caso, contaba don Enedino Hernández un viejo relojero de Pachuca, entrevistado por quien esto escribe —a mediados de los años sesenta de siglo pasado— que una noche, cuando ya estaba prácticamente terminado el trabajo de los canteros, el “Juli” se quedó a perfilar una moldura en cuyo vano, no embonaba la caratula del lado norte; todos los trabajadores se habían retirado, pues habían colocado ese día la última y más pesada de las campanas del carrillón dispuesto en la cúpula, de pronto, una ráfaga de aire movió fuertemente el andamio donde trabajaba el “Juli”, el joven cantero quiso asirse a la cornisa, pero la fuerza del viento fue tal, que sus manos resbalaron cayendo al vacío. Un grito desgarrador salió de su garganta, pero se ahogó en el viento de la noche, se sintió perdido y solo pudo encomendarse al altísimo. En millonésimas de segundo se vio cayendo en medio de la noche y hasta imaginó su cuerpo tendido en el mármol italiano del zócalo sobre el que de desplantaba el monumento.
En ese momento la campana mayor y más grave del carrillón, repicó atronadora en el espacio y una mano salvadora tomó el brazo de julio y con gran fuerza y lo atrajo hasta el interior de la construcción donde aún retumbaba la sonora campanada que un segundo antes había atronado en el espacio pachuqueño. Julio se levantó de inmediato buscando agradecer a quien lo había salvado, pero quedó estupefacto al percatarse que no había nadie en aquel sitio, ni en el piso bajo siguiente, perplejo, asomó la cara por la claraboya y al mirar hacia abajo pudo darse cuenta que mucha gente miraba hacia las alturas atendiendo al sonido de la campana que aun sacudía sus oídos.
Tembloroso y casi desfallecido, apenas acertó a musitar una breve oración mientras las lágrimas le impedían tener una imagen nítida de la realidad que le rodeaba, no obstante, aseguró haber visto una imagen entre real y etérea que se metía en la oquedad de la campana mayor. Talló sus ojos con los puños, pues no daba crédito a lo que había visto. Después todo fue silencio.
Minutos más tarde, repuesto ya de la impresión experimentada, bajó al piso intermedio donde don Alberto Dross, el técnico contratado para instalar el reloj, realizaba algunos ajustes a la fina maquinaria recibida de Londres. Julio, profundamente emocionado, contó los por menores de lo sucedido a Dross, quien solo encogió los hombros y miró sonriente e incrédulo a su ayudante, el entonces casi niño Enedino Hernández, nuestro entrevistado seis décadas después.
Julio, no regresó a la torre del Reloj a trabajar y contaba don Enedino, que no se le volvió a ver en la bella airosa desde entonces. Se tejió así la primera leyenda sobre nuestro máximo monumento, difundida profusamente en aquellos días, poco antes de antes de su inauguración.