La Pajarera

Nada más nostálgico, que recordar las pláticas que en la sobremesa se organizaban en la mayoría de los hogares que cobijaron nuestra niñez y juventud, allí tras haber saboreado los ricos platillos que preparaba nuestra madre –a veces solo ordenados pero siempre vigilados– surgían como por arte de magia, temas ilustrativos sobre el pasado familiar o el de las encumbradas familias, sobre costumbres o hábitos desaparecidos o a punto de desaparecer, que gracias a aquellas charlas hoy pueden registrarse en papel y tinta. Figura ya desaparecida de la faz citadina es la de las pajareras, mujeres regularmente de edad mediana, que deambulaban por las tortuosas calles de Pachuca llevando a la espalda enormes torres de carrizo, formadas con decenas de jaulas en las que prisioneros viajaban: gorriones, cenzontles, canarios, jilgueros, cardenales, pinzones, periquitos de varios sobrenombres y no sé cuántas variedades más de avecillas canoras, que muy temprano despertaban nuestros hogares con sus trinos y gorjeos. Más que pesada aquella carga, suponía que la portadora mantuviera en equilibrio aquellas elevadas torres, con las que caminaban respondiendo aquí y allá sobre precios y méritos de cada especie. Nadie sabía de dónde venían, ni bajo que circunstancia lograban atrapar aquellas mascotas cantarinas, aunque nosotros en el barrio, si sabíamos que una buena parte de la ganancia la ocupaban en comprar picosas enchiladas en la ventanilla de la pulquería “La Estudiantina”, en la que también adquirían dos o tres catrinas –jarras de pulque de aproximadamente un litro– con las que además de bajar los efectos del picor, adquirían ánimo y muchas calorías para seguir la venta de esos animalitos. Aún me parece verlas, con sus faldas largas de vistosos colores, el blanco quesquémil decorado con cenefas de geométricas formas, los huaraches de cuero y suela de hule y el impecable tocado con el que recogían el largo cabello. Su mirada era hierática y siempre atisbaba hacia el infinito, sin inmutarse ante el calor o el frio, la lluvia o el aire, parecían ser siempre la misma persona, como si el tiempo no pasara por su cuerpo. Una en particular, llamada Delfina, pasaba indefectiblemente por la casa de mis padres, camino a “La Estudiantina” saludaba a mi madre con grandes muestras de aprecio –como está Luisita– le decía con cierta ternura en la voz, usaba el diminutivo no porque mi madre fuera chaparrita o pequeña –que lo era–, sino como un especial respeto y reverencia hacia ella, quien siempre tenía por ahí algunas monedas para darle o bien algún taquito, y Delfinita, como le decía mi progenitora, lo devoraba con ansia, no aceptaba desde luego el vaso de agua o refresco que se le ofrecía, porque aquella mujer era ya adicta a las catrinas de “La Estudiantina” que estaba a unos pasos. Delfina, nos dijo un día mi madre, fue una mujer muy guapa que traía hongos y otras yerbas del vecino parque del Hiloche, las que vendía en la calle de Romero a un costado del mercado “Barreteros”, allí conoció a Sebastián, un apuesto y espigado jovencito que vendía pájaros, en las afueras del templo del ”Carmelito”. Los dos vivían la mayor parte de sus vidas en el mesón de Abasolo, sitio que los unió por breve tiempo, pues a poco de que ambos se entendieran y formaran una ejemplar unión libre, Delfina quedó embarazada, pensaron entonces en construir su casa allá por los rumbos de la Estanzuela, donde Sebastián había heredado de sus padres una parcelita, suficiente para ambos enamorados. Pero he aquí que la belleza de Delfina, despertó en un vecino de aquel poblado torvas intenciones, “Cosme” que tal era su nombre, empezó a rondar el hogar de Delfina y Sebastián, hasta que una mañana, tras abandonar el joven pajarero el hogar recién formado, a efecto de venir a Pachuca a vender sus mascotas, Cosme entró en la casa e intentó hacer suya a Delfina, pero cuando estaba a punto de hacerlo, llegó Sebastián que había olvidado abrir unas trampas para cazar las aves que luego vendía en el mercado de “Barreteros”. Al percatarse de lo que sucedía, Sebastián se lanzó sobre Cosme y se suscitó una cruenta lucha, en la que salieron a relucir los puñales adquiridos para las labores del campo, convertidos ahora en peligrosas armas. En la reyerta los contrincantes se hirieron de muerte, los cuchillos se clavaron en el cuerpo de cada adversario una y mil veces hasta que cayeron exánimes en el piso de tierra de la vivienda. Delfina que lloriqueó durante los lances de ambos contrincantes, se acercó al cuerpo de su amado, que tan solo atinó a decirle, que le heredaba el negocio que con tanto esmero había formado y dicho lo anterior murió, Cosme tampoco vivió para ver aquella escena, Delfina gritó, gritó desaforadamente pidiendo auxilio y luego cayó desmayada, cuando despertó, estaba en una crujía del Hospital Civil de San Francisco –recuérdese que donde hoy está la Escuela de Artes, fue de 1862 o 63 hasta 1940 el Hospital Civil del Ayuntamiento– no supo si la impresión o los golpes que le infligió Cosme, fueron los causantes de que perdiera al hijo que esperaba. Informada de que no volvería a tener hijos, Delfina abrazó el oficio de Sebastián y se convirtió en “La Pajarera”, aquella mujer de mirada perdida en el horizonte y siempre impávida, continuó el negocio de su marido, entendió que las aves que vendía causaban tanta alegría en los hogares pachuqueños, que cuanto caminaba sonreía a todo el que la miraba aunque sentía la muerte por dentro y deambulaba casi sin vida por las calles de Pachuca. El único consuelo de Delfina a partir de entonces fue el de beber una o dos catrinas de pulque en “La Estudiantina” y otras dos en cualquiera de las muchas pulquerías del arbolito, otras más afuera de la mina de “El Bordo” y así hasta embrutecerse, para llegar y tirarse en el petate de su vivienda, sin ningún ánimo de vivir. La plática se interrumpía, porque los peques éramos enviados a realizar la tarea escolar, durante la cual recordábamos los pormenores de aquella plática de sobremesa, esa misma que tanto nos unió en el ayer y que tanta falta hace hoy. www.cronistadehidalgo.com.mx Pachuca Tlahuelilpan, Febrero de 2016.