Fusilamiento revolucionario
Una tradición abolida en nuestros días, es sin duda la costumbre de celebrar las amenas charlas de sobremesa que entretenían a niños y adultos, al recordar en labios de nuestros mayores –abuelos, tíos, padres, amigos, etcétera– curiosos sucesos en la historia familiar, del barrio o de la ciudad. Fue así que pudieron conservarse verdaderas crónicas, que difícilmente los textos de historia tuvieron la oportunidad de preservar y rescatar del olvido.
Una autora de esos capítulos en el pasado familiar, fue la “tía Angelina”, deliciosa viejecita de tez arrugada y resplandeciente por el colorete y el polvo facial, diminuta de cuerpo y alma agigantada por el cariño que profesaba a todos los que le rodeábamos. Fue la “tía Angelina”, la creadora de la presente crónica que a propósito del 115 aniversario de la Revolución Mexicana, da pábulo a esta entrega semanaria.
Recordaba la “tía Angelina” que en enero de 1915 –hace ya cien años– Pachuca vivió los momentos más aciagos del periodo revolucionario, en menos de tres semanas la ciudad se convulsionó, primero con la llegada el sábado 16 de enero del General Eulalio Gutiérrez –Presidente Convencionista de México– quien era perseguido por las fuerzas de Francisco Villa. Permaneció Gutiérrez en Pachuca hasta el domingo 17, cuando en compañía del gobernador Daniel Cerecedo Estrada salió precipitadamente, ante la probable llegada, de las fuerzas del General Villista Roberto Martínez y Martínez –originario de Actopan Hidalgo– quedando la ciudad sin fuerzas para mantener la seguridad de la población.
Fue entonces, que Salvador Téllez Girón, un joven y esforzado minero, pero por desgracia afecto al alcohol, tras ingerir una buena dosis de pulque en una de las cantinas más populares de la ciudad, “el Sabino” -ubicada en la calle de Jiménez- decidió jugar una broma a los parroquianos de otra, la “Gran Turca” sita en la esquina de Doria y Guerrero.
Entró Salvador precipitadamente en aquel antro, repleto de consumidores de pulque y gritó a voz en cuello: “¡Están entrando los Villistas por la garita de la Cruz de los Ciegos y dicen que van a prender fuego a la ciudad!” Los clientes de la pulquería quedaron primero pasmados, pero enseguida salieron corriendo por todas las calles de la ciudad gritando: “¡Vienen los Villistas!”, “¡Están poniendo dinamita en las salidas de la ciudad!” y así una serie de distorsiones, como es costumbre –recuérdese la dinámica del teléfono descompuesto–.
En menos de lo que se los cuento -decía la “tía Angelina”-, las campanas de la Asunción, San Francisco y la Jerusalén tocaron a rebato. En las minas, los silbatos de turno pitaron de manera inusual a mitad de la jornada, los comercios y mercados cerraron apresuradamente sus puertas; en el Instituto Literario se suspendieron clases y las calles eran un caos, algunos vecinos se encerraron a piedra y lodo, en tanto que otros se dirigieron a los templos en busca de resguardo, la confusión sólo duró unos momentos, hacia las seis de aquella tarde –ya obscura– se hizo un sepulcral silencio.
En la casa de mis padres -recordaba la “tía Angelina”-, mi madre organizó el rezo al que acudió hasta mi padre, que era tan rejego para las cosas religiosas, aquella situación duró cosa de hora y media, pues cuando escuchamos las campanas del reloj anunciando que eran las 8 de la noche, sin que hubiera sucedido nada, mis hermanos y mi padre decidieron salir a ver qué pasaba y se encontraron con otros azorados vecinos, que se percataron que no había nada anormal.
Nuestra casa estaba en las calles de Hidalgo, muy cerca de la esquina de ésta con la de Chapultepec –hoy Ángela Barrientos– donde estaba “La Huerta de Rule”, por allí pasaba el tranvía que desde luego suspendió su corrida al enterarse del peligro, pero también fue el primero que reanudó su recorrido tan pronto como sus operadores se dieron cuenta que ningún ejército revolucionario había llegado o merodeado en la periferia de Pachuca. Poco a poco la ciudad regresó a la normalidad, no sin haber acumulado durante aquella hora y media, gran enfado y profundo disgusto por la tomadura de pelo.
Mientras tanto, Salvador Téllez Girón y otros tres amigos, muertos de risa, permanecieron en la “Gran Turca” ingiriendo pulque gratis, pues don Vicente Carmona, su propietario, salió precipitadamente en busca de su familia a efecto de protegerse de los Villistas, y es que la percepción de peligro en los pachuqueños tenía ya un par de experiencias con la entrada de otros revolucionarios meses antes, cuando se habían visto exigidos de pastura para los caballos de los militares y fueron objeto de la rapiña ejercida por la tropa.
Pronto los pachuqueños se percataron no sólo de la broma, sino de quienes habían sido los bromistas, de modo que enardecidos, les apresaron y condujeron hasta la calle de Iturbide –hoy Venustiano Carranza– donde estaba la presidencia municipal –frente a las Cajas–. Allí el Presidente Eduardo Paredes, escuchó las quejas de los exaltados pachuqueños, que gritaban todo tipo de consignas en contra de Téllez Girón y sus amigos.
No sé -decía la “tía Angelina”- en qué momento alguien gritó: “¡Hay que fusilarlos!”, porque de inmediato toda la chusma coreó a una sola voz: “¡Sí, sí, que los fusilen, hay que fusilarlos!”, dicho lo cual les llevaron a la inspección de policía que estaba en la misma calle de Iturbide. Espiridión Cruz, el jefe policiaco, intentó detenerlos pero todo fue en vano, el grupo entró en la inspección y exigió al piquete de policías que allí se encontraba, que formaran un pelotón de fusilamiento, Espiridión dio su anuencia y minutos después, Salvador Téllez Girón, Anastasio Islas, Gustavo Fuentes y Ruperto Fonseca fueron llevados al extremo norte del jardín de la Constitución –donde se encuentra la pérgola– y allí fueron pasados por las armas, delante de la avivada multitud.
La “tía Angelina” narraba aquel suceso, guardando todavía una buena dosis del estupor de aquellos días. Al terminar, se levantó de la mesa y silenciosamente inició el recogimiento de los platos y vasos sucios, mientras nosotros seguíamos imaginando la escena ocurrida en aquellos, los aciagos días de la Revolución. Debo admitir que en lo histórico, aquel hecho está narrado también en los Anales del Profesor Teodomiro Manzano.
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Pachuca Tlahuelilpan, noviembre 2015.