El Pachuca de los Mineros

  Cuan Luciérnagas, locos los mineros van por el callejón ensortijado.

A lo largo de casi 500 años, la historia de Pachuca, estuvo íntimamente ligada a la minería, actividad forjadora de hombres recios cuyo reto cotidiano era el de enfrentar a la muerte en cada pliegue de la roca, en cada nivel donde se extraía el mineral y aún en la superficie, donde el uso de materiales peligrosos y máquinas de uso rudo, eran también presagios de muerte. Sin embargo la minería llegó a ser una forma de vida llena de especiales costumbres que permeaban en todos los ámbitos de la sociedad. Todo ello dio al pasado de esta ciudad un conjunto de tradiciones y usos que sirvieron de marco a la vida cotidiana de Pachuca y Real del Monte hasta el cierre definitivo de los centros mineros en la última década del siglo 20.

Fue mi generación, a quien tocó vivir entre los últimos años de trabajo minero y los primeros de su desaparición de allí que resulte interesante evocar algunos recuerdos de aquella etapa en la que aún podía verse por las calles de la ciudad la figura de los miles de operarios de camino al trabajo o en el retorno a sus casas, hecho que era más notorio en los múltiples barrios altos de la ciudad, sin descartar su deambular por las céntricas calles de este antiguo Real.

Como no recordar su tempranero paso por las ensortijadas calles y callejones del panorama citadino, allá a mediados de los años cincuenta, cuando poco antes de las 6 de la mañana, aquellas retorcidas arterias parecían ríos de luz, efecto obtenido de las lámparas de carburo que iluminaban los sinuosos senderos, la mayoría sin banquetas, pavimentos o empedrados.

En el camino, el río de luz aumentaba poco a poco al sumar a la comitiva a decenas de trabajadores, radicados en aquella red de callejones tendidos en las faldas de las montañas. Un censo de la época arrojaba que 7 de cada 10 familias, sustentaban su economía en el trabajo minero, diversificado en centros que operaban en el norte y oriente de la ciudad, ya en minas activas, ya en haciendas de beneficio u oficinas administrativas, de cualquiera de las empresas que entonces existían ligadas a la actividad extractiva, aunque desde luego la de Real del Monte y Pachuca era la más importante de todas.

Al amanecer, las calles eran ríos de luz y mezcla de aromas suscitados por los peculiares olores de las lámparas de carburo y el que se desprendía de los amasijos de las diferentes panaderías diseminadas por la mancha urbana, la plática, salpicada de picarescos albures y calambures, aderezada con palabras de subido color, con las que se entendían admirablemente aquellos hombres recios y sencillos, vestidos con pobres ropas y desgastado calzado, tocados con cascos de acero, madera o baquelita, provistos de la inseparable lámpara, que lo mismo era guía en los intrincados callejones al amanecer, que luz orientadora en los socavones que recorrían en el interior de cada mina.

El paso de aquellos hombres era pausado pero constante hasta llegar al centro de trabajo, donde los jefes de cada cuadrilla les esperaban para emprender juntos el viaje a las profundidades, tras escucharse el silbato que indicaba el inicio de cada turno de labores, diez, doce y hasta dieciséis hombres se apilaban en la jaula –compartimiento del malacate usado para el transporte de los trabajadores cuyo contrapeso era el bote, aparejo destinado a subir el mineral extraído– allí la tierra, como dijera el poeta, se los tragaba, hasta devolverlos ocho o nueve horas después.

Mientras esto sucedía al interior de la mina, en la superficie la vida de Pachuca fluía vertiginosa, tanto en plazas y mercados, como en calles y comercios, escuelas u oficinas. Apresuradas las amas de casa, tan pronto como despachaban a los niños para la escuela, se disparaban rumbo a cualquiera de los mercados de la ciudad, ya el de Barreteros, el Primero de Mayo o el Benito Juárez, cuyos pasillos se abarrotaban de compradoras que buscaban precios oportunos y productos frescos; para entonces el olor de frutas, verduras y carnes, transformaba el ambiente. No faltaba desde luego quien a esas horas se acercara a los puestos de la suculenta y caldosa pancita de la “Güera” o al de barbacoa de “Cabañas”, sin olvidar los anafres coronados por comales que expendían sabrosas y picosas flautas u otras delicias domésticas y populares.

A media mañana, todo era sosiego, las calles casi vacías daban testimonio, de que en otros sitios la actividad era plena, los hombres en las minas o haciendas de beneficio, niños y jóvenes en escuelas, desde luego las mujeres en las cocinas de cada casa, sitio donde se confeccionaba la comida del medio día, destinada a unos y otros.

Por ahí de las dos y media de la tarde el silbato de Loreto, volvía a escucharse anunciando el fin del turno matutino y el inicio del vespertino, para esos momentos las calles y callejones de la ciudad volvían a convertirse en ríos de operarios que salían o llegaban al centro de trabajo y nuevamente el aroma del carburo volvía invadir las calles con el olor acre y penetrante, que anunciaba el paso de aquellos hombres en su periplo del trabajo a la casa o viceversa.

Muchos eran los que encontraban en su camino una cantina o pulquería amiga, sitio donde consideraban propicio mojar la garganta para disminuir la carraspera provocada por el diminuto polvo que flotaba en los socavones mientras se perforaba la roca conteniente de minerales. Estas visitas a las piqueras casi siempre, se prolongaban hasta bien entrada la madrugada inclusive hasta la llegada del turno de la noche.

Hoy la minería y los mineros, son tan solo parte de la historia de una ciudad que vivió por más de 450 años ligada a la actividad extractiva, pero aún dan tema de conversación y de vez en cuando, para escribir crónicas como esta.

www.cronistadehidalgo.com.mx Pachuca Tlahuelilpan mayo 2015.