El Nevero

Don Timoteo Hernández –“Don Timo”– como era mejor conocido por la chiquillería que estudiaba en la escuela Hijas de Allende, llegaba invariablemente a las puertas de aquel plantel que se ubicaba en la primera cuadra de la Avenida Juárez a las 11:45, un cuarto de hora antes de la salida del horario matutino de la escuela –en ese entonces la primaria iniciaba clases en un primer turno de ocho de la mañana a 12 del día y luego se regresaba al vespertino de tres a cinco de la tarde–. La salida del medio día era todo un espectáculo, pues prácticamente toda la acera del colegio se llenaba de vendedores de golosinas. Recuerdo muy bien a una señora que invariablemente cubría la mitad de su rostro con un sucio y raído rebozo obscuro, parada detrás de una enorme canasta de mimbre donde colocaba grandes hojas de chicharrón de harina, que cortaba con una especie de cúter sobre las que vaciaba salsa roja picante al gusto, había porciones de 15 y 25 centavos, aunque bien se las arreglaba aquella mujer para vender de menos o más cantidad. Estaba también el carrito de “La Regia” que vendía paletas de agua y leche y otras muy ricas que llevaban una delgada rebanada de jalea de fresa o guayaba, se encontraba así mismo el vendedor de bolsitas de muéganos y charritos, otros que llevaban en una carretilla: cacahuates salados y enchilados, gomitas de sabores, bombones, anisitos y no sé cuántas otras golosinas. Pero ahí, detrás de todos ellos estaba “don Timo” parado junto a su blanco carrito de nieves, impávido, esperando la llegada de la clientela. El carrito, supe muchos años después, fue ideado y construido por él, era un gran cajón dotado de dos ruedas recubiertas con hule -recortado de algún neumático desechado- y una calza de madera donde descansaba cuando lo estacionaba, cuatro columnas de madera sostenían un techo de lámina, en el que se guarecía del sol su propietario y la nieve que acomodaba en el cajón. La nieve desde luego era preparada por don Timo todos los días, entre las seis y las nueve de la mañana. Después de un frugal desayuno, salía de su casa en la Colonia Aquiles Serdán y empujando su carrito llegaba hasta la escuela Hijas de Allende, como se ha dicho al filo de las 11:45, donde esperaba la salida de los estudiantes y despachaba su producto hasta por ahí de las 12:30, para después emprender el viaje hasta la escuela Justo Sierra, en las esquinas de Julián Villagrán y Guerrero, a donde llegaba poco antes de las 13 horas, salida de los escolapios de aquel plantel. Comía según se dice en alguno de los puestos de “La Cuchilla” –explanada contigua al entonces mercado Benito Juárez, hoy Miguel Hidalgo– y hacia las tres de la tarde ya estaba estacionado para realizar su venta a los estudiantes de la escuela Julián Villagrán que entraban al turno vespertino. Cuando las campanas del majestuoso Reloj de la Torre anunciaban las tres de la tarde “don Timo” se enfilaba lentamente por las calles de Guerrero hasta llegar por ahí de las cuatro o cuatro y cuarto, nuevamente a las puertas de la escuela Hijas de Allende a efecto de realizar la última venta a la salida del turno vespertino de las cinco de la tarde. El periplo terminaba hacia las siete de la noche al llegar a su vivienda donde tras ingerir una taza de café y un tamal o algún pan de dulce, descansaba para reanudar la misma rutina al día siguiente. Tuve la oportunidad de entrevistarlo por ahí de 1973, cuando frisaba ya los 78 años, me platicó que era originario de Querétaro, llegado a Pachuca hacia 1913 para trabajar como minero, empleo que le permitió ocuparse por más de cinco años en la mina de El Bordo y después por seis en la de San Juan Pachuca, hasta que en 1924 tras sufrir un grave accidente, tuvo que dejar ese trabajo y en unión de su esposa Mariana Peña, decidieron radicar en una pequeña casa de la colonia Aquiles Serdán, sitio en el que aprendieron el oficio de neveros que fue a la postre el que les permitió sobrevivir en compañía de dos hijos varones. Mas la fatalidad se encargó de definir la vida de Timo, pues tres años después de haberse iniciado en el negocio de la nieve, perdió a su mujer primero y casi de inmediato a sus dos hijos, quienes fueron víctimas de una epidemia de fiebre tifoidea que aquejó a Pachuca en la primavera de 1927. Timo quedó así solo en este mundo y por el resto de su vida que concluyó en diciembre de 1976, dedicado por entero a su oficio, que como él decía era la delicia de los pequeños. A Timoteo le tocó ver, cómo en 1937, desaparecía la estación del Ferrocarril Central que “… estaba a un lado de la del Ferrocarril Mexicano” –Actual Museo del Ferrocarril–, a cuyas puertas se apostaban por aquellos años los pequeños vehículos de alquiler para trasladar a los recién llegados. Los choferes agregaba don Timo, me compraban nieve de limón que mezclaban con alguna bebida de moda en aquellos los primeros de la década de los 30. No sé cuántas generaciones han salido de las escuelas en que vendía mi nieve, pero recuerdo muy bien a uno que era muy correcto conmigo y con sus compañeros, solo supe que se llamaba Isaac y era hijo de un profesor de la Sierra, creo que de Metzitlán y todos los que le conocían hablaban maravillas de él, después de muchos años un día que tuve un problema con un policía que no me dejaba vender afuera de la Julián (Villagrán) que por cierto fue la escuela de aquel bien portado niño, lo fui a ver a su oficina en el antiguo palacio de gobierno –ubicada en la Casa Rule– era un personaje muy importante y fue entonces cuando supe que su nombre completo era Isaac Piña Pérez. Me recibió en su oficina –era Oficial Mayor del Gobierno del Licenciado Carlos Ramírez Guerrero– y tan pronto como le dije que yo era el vendedor de nieve que conoció casi 30 años antes, se levantó y me llamó por mi apodo, ¿Cómo esta don Timo?, me dijo, que se le ofrece, entonces le comenté lo que me pasaba. Tomó el teléfono y habló con un señor que era el Secretario de la Presidencia Municipal –ocupada entonces por don Darío Pérez González– y le dijo: licenciado Romero –se refería al licenciado Javier Romero Álvarez, padre de la licenciada Guadalupe Romero Delgado, esposa del actual Gobernador Francisco Olvera– al terminar me dijo: vaya a hablar con el señor Secretario de la Presidencia, él va a resolver su problema. Le agradecí su intervención y en efecto mi problema se solucionó, como a los tres días fui a ver al licenciado Piña, llevándole un buen barquillo de nieve de vainilla, que probó entusiasmado y me dijo: que buena está, tanto o mejor que aquella que nos vendías hace años afuera de la escuela. www.cronistadehidalgo.com.mx Pachuca Tlahuelilpan, marzo de 2016.