El Misterio de la Cárcel de Pachuca

Cuando Pedro Rivera, llegó al punto llamado “Lo de Téllez” ubicado en la sabana de Huaquilpa(n) aquel frio noviembre del año de 1794, el Real de Minas de Pachuca era una reducida población, compuesta en su mayoría por casas pajizas de entre las que sobresalían los campanarios de los templos de San Francisco, Nuestra Señora de la Asunción, de la Virgen de Guadalupe en el Hospital de San Juan de Dios y el de la Virgen de Jerusalén, arropadas por tres o cuatro casas de mérito. Rivera era maestro-escuela, y había sido contratado como preceptor del hijo de don Manuel de Moya, rico minero de la comarca cuya casa era una de las que mas sobresalían en el contexto urbano de Pachuca, ubicada en la calle de la Cárcel (primera de Allende), a unos metros de la Plaza de Toros de Avendaño (actual Plaza Independencia). Era una verdadera mansión de dos plantas, con fachada de impecable cantera blanca que enmarcaba un gran portón de madera y media docena de ventanas en la parte superior y cuatro en la inferior. El maestro Pedro, había viajado todo el día desde la Ciudad de México y aunque en la venta de Tizayuca, mientras el carruaje que lo conducía con otros dos pasajeros al Real de Pachuca, pudo tomar cómodamente un buen plato de sopa caliente y un suculento pedazo de carne asada, para la hora de su llegada a Pachuca, cerca de las siete de la noche, sentía ya el estómago vacío a pesar del ajetreo del viaje. La noche caía ya sobre el antiguo Valle de Tlahuelilpan –nombre del antiguo asiento de la hoy Ciudad de Pachuca– sumido en las tinieblas de una negra noche. El carruaje penetró primero por la calle conocida como camino a México (actual de Guerrero) y continuó hasta la del “Puente de Gallo” (hoy Julián Villagrán) que le condujo después de librar un robusto puente a la Plaza Mayor (hoy de la Constitución), en cuyos portales se detuvo la diligencia. Un solícito mozo sirviente en la casa de don Manuel de Moya, se apresuró a preguntarle su nombre y después se puso a sus órdenes. Cargó los dos baúles del profesor Rivera sobre un burro que traía consigo y en seguida marchó no sin antes pedirle al mentor que lo siguiera. Al llegar al portón de la casa, Pedro Rivera fue recibido por el propio Manuel de Moya, hombre alto de delicadas facciones, vestido con chaquetón azul cielo, pantalones cortos prolongados debajo de la rodilla con mayas blancas y relucientes zapatos de ante. Llevaba un pañuelo delicadamente perfumado en la mano derecha, misma que alargó para saludarle, Maese Rivera, le dijo, sea usted bienvenido, le esperábamos con ansiedad, Rivera agradeció el saludo y siguió a su anfitrión quien lo encaminó al que sería su cuarto, una amplia alcoba en la parte superior de la casa con vista a la calle de la Cárcel. Aquella noche después de una opípara cena, Rivera se retiró a su cuarto, dispuesto a desempacar los baúles que traía consigo como equipaje. Había sacado todo el menaje de ropa y cuando se disponía a hacer lo mismo con el paquete de libros del último veliz, una voz lastimera que provenía de algún lugar de la calle lo sobresaltó, abrió sigilosamente el balcón de la habitación y logró escuchar con claridad aquel desgarrador grito, que provenía precisamente del edificio de la cárcel que se encontraba prácticamente enfrente, supuso que se trataba de alguna de las muchas torturas a la que se sometía a los reos, por lo que restó importancia al asunto, cerró el balcón y se dispuso a descansar, sin embargo el resto de la noche no pudo conciliar el sueño debido a los ayees cada vez mas lastimeros, que no cesaron hasta el amanecer. Como la situación se prolongaba noche tras noche, Rivera decidió hablar con el señor de Moya, quien le escuchó extrañado sobre aquella situación. Una hora después se entrevistaban ambos con el Alcalde Mayor de Pachuca don Felipe Ortuño, quien los acompañó hasta la cárcel, donde pudieron percatarse que no había ningún preso, inclusive fueron informados de que hacía meses que no se había remitido allí a nadie, así fue como Juan Encina el carcelero, les mostró el interior del penal que estaba enteramente vacío y permitió que Rivera inspeccionara celda por celda incluyendo los dos patios. Aquella noche, dispuesto a resolver el caso, Rivera no vistió la ropa de cama, esperó a que los gritos y sollozos empezaran a escucharse, lo que sucedió al filo de las nueve de la noche, salió de la casa y guiado por el sonido, atravesó la calle y se cercioró que de allí provenían aquellos infernales gritos, tocó reiteradamente la puerta sin encontrar respuesta. A la mañana siguiente se enteró que como no había presos, el carcelero se retiraba a su casa todas las noches a eso de las seis de la tarde, pero logró algo muy importante, que le dieran las llaves para que esa misma noche pudiera si quería, ingresar en el edificio. Fue así como la noche del 29 de septiembre de 1794, don Pedro Rivera no cenó en la casa de Manuel de Moya, se atravesó y al amparo de la negregura de la noche se colocó en la puerta misma de la cárcel de Pachuca, de modo que al empezar a escucharse los gritos lastimeros, accionó la llave del portón y pronto se vio en el vestíbulo de aquel vetusto edificio, caminó después hacia las celdas de donde provenían los sollozos y gritos, pero eso fue lo último que recordó. A la mañana siguiente fue hallado inconsciente en la puerta del apando, la celda dedicada a los reos castigados, dentro de la que se halló un total desorden, el piso cavado a la profundidad de un metro o metro y medio en cuyo fondo se encontraba el cuerpo putrefacto de una mujer. La descomposición del cuerpo permitió identificarla rápidamente, era Teresa Contreras de Oviedo, una joven mujer desaparecida una o dos semanas atrás, que después se supo fue victimada por el carcelero Juan Encina para acallar sus exigencias, ya que era su amante y le demandaba abandonar a su esposa. Lo extraño es que Pedro Rivera ignoraba todo lo anterior y manifestó no saber que ocurrió aquella noche, de la que solo recordaba haber llegado hasta la puerta del apando, donde sin saber cómo, perdió el sentido. El juicio contra Juan Encina el carcelero fue breve, se le sentenció a muerte, pena que se ejecutó siete meses después en mayo de 1795, todo ello después de haber sido recluido en la misma cárcel que cuidó por espacio de 14 años, en tanto que Pedro Rivera, se excusó con el señor Moya por no continuar su labor como preceptor de sus hijos y se regresó al pueblito de la Alcarria en la España de donde había salido 4 años antes. www.cronistadehidalgo.com.mx Pachuca Tlahuelipan septiembre de 2016.