El Callejón del Indio Triste
Quiero agradecer los saludos recibidos para esta columna semanal y en obsequio a la petición de don Juvencio Leal Garnica, la dedico a narrar la leyenda del “Indio Triste”.
María Terrado era realmente bonita, hermosa, diría Pablo Gonzaga, su eterno enamorado. Vivía María con su madre, en una vecindad del barrio de “La Fuente Seca” ubicado debajo del de “La Cruz de los Ciegos”, a un lado de la empinada subida de Ocampo, Pablo alquilaba ahí un cuarto, donde vivía acompañado de “negrito” un perro callejero, al que un día alimentó con las sobras de su almuerzo y desde entonces el animal no se separó de él, le acompañaba cada madrugada hasta las puertas de la mina Corteza, donde permanecía las 12 y hasta 15 horas que duraba la jornada de su casual amo y meneando la cola y enseñando los dientes en señal de sumisión, le recibía y acompañaba en el regreso a la vivienda del barrio de “La Fuente Seca”.
María, que no veía con malos ojos a Pablo, era la encargada de asear la vivienda de este y de preparar tanto la cena, como el itacate que Gonzaga, llevaría a la mina al siguiente día, todo ello por unas cuantas monedas que semanariamente entregaba y que muy bien les caían a las dos mujeres. Los domingos, María y Pablo acudían a los tempranos servicios religiosos, luego almorzaban en los puestos de antojitos, café y atole que se instalaban en la Plazuela de Mercaderes, a un costado de la parroquia de la Asunción –frente a los portales del Oficio Público– Después, se dirigían a las huertas de San Francisco, donde permanecían confesándose su amor hasta por ahí del medio día, en que regresaban a la vecindad donde vivían.
Aquel día, 11 de septiembre de 1810, la vida de los dos enamorados, dio un vuelco inesperado. Al llegar a su domicilio, se encontraron con la terrible noticia de que doña Gertrudis, madre de María, había muerto repentinamente en los lavaderos comunes de la vecindad, un dolor en el pecho fue el único anuncio de su muerte. Pablo intentó en vano consolar a María, que abatida, solo atinaba a decir, ¡no le hice caso!…. ¡no le hice caso! y escondía el rostro en el rebozo. Ambos velaron a doña Gertrudis aquella noche y al medio día siguiente, seguida de un sencillo cortejo, fue sepultada en el panteón de la Veracruz –actual Plaza General Anaya frente a la Casa Rule–. Después de la ceremonia, regresaron a la vecindad, María era una esfinge, ya no decía palabra, ni derramaba lágrima alguna. Repetidamente desdeñó toda muestra de cariño de Pablo, se encerró en su vivienda, sin responder a los llamados ni del enamorado ni de sus vecinos.
Al día siguiente, Pablo intentó nuevamente consolarla, pero María no respondió con señal alguna; así transcurrieron dos o tres días, hasta que Pablo, desesperado echó abajo la puerta, encontrando que en el interior no había nadie. María se había marchado sin dejar mensaje alguno, todo el menaje de casa estaba intacto, la ropa de María continuaba colgada en el improvisado ropero, todo estaba allí, menos María. Pablo no disimuló el dolor que aquello le causó, salió de prisa, primero caminando con apresurados pasos, luego en vertiginosa carrera, llegó hasta la Plaza Mayor, después se perdió entre los puestos de la plaza de Mercaderes, de donde salió para dirigirse tras atravesar el puente de gallo (frente a la Parroquia de la Asunción) al mercado de la fruta, en todas partes su plegaria era la misma, ¡No han visto a María Bonita!, mote con el que se le conocía en aquel todavía pequeño Real de Minas, pero nadie respuesta de su paradero.
La búsqueda frenética de Pablo continuó por varios días, mas nada se supo ya de María, Pablo fue perdiendo toda conciencia de la realidad, medio comía y medio dormía, los días pasaron sin que se aseara, hasta quedar en andrajos mal olientes. Un día, cansado de tanto buscar y vencido por la inanición generada ante la falta de alimento, sentó sus reales en el que hoy llaman callejón de Rayón, mismo que desemboca en la calle de Patoni, a un lado del actual mercado Primero de Mayo; allí teniendo por techo un improvisado cobertizo y por asiento un desvencijado cajón de madera, acompañado de su perro “negrito” vivió sus últimos días, que fueron los transcurridos, entre el 8 de noviembre de 1810 y el 23 abril de 1812, fecha ésta en que los insurgentes entraron a Pachuca y prendieron fuego a la villa hasta convertirla a decir de Carlos María Bustamante en una “Nueva Troya”; aquella noche, murió Pablo Gonzaga, muchos dicen que de la tristeza que le provocó la huída de María Terrado la “María Bonita”, otros señalan que fue víctima de la refriega entre insurgentes y realistas, ya no se indagó más, pero lo cierto es que los habitantes del Real de Pachuca, bautizaron aquel callejón sin nombre hasta entonces, como el “Callejón del Indio Triste”, designación con la que aún se le conocía a principios del siglo 20 y que es hoy parte de la reducida calle de Rayón. Hay quien asegura que tal designación fue copiada de una calle de la ciudad de México, mas los hechos de aquel sucedido, recogidos por la conseja popular, se trasmitieron de generación en generación, yo la escuché y soy el vehículo para trasmitirlo a quienes hoy lo lean en esta crónica, que seguramente divulgarán.