Callejón del Indio Triste
Como toda población de origen hispánico, Pachuca tiene su leyenda sobre el “Indio Triste” narración recurrente en aquellos sitios donde convivían al lado de las decenas de conquistadores, centenas de conquistados, entre quienes se encontraban indígenas monolingües, que mucho sufrieron para insertase en los centros de trabajo, despreciados por mestizos, criollos y españoles, debido a lo cual protagonizaron hechos como el que aquí se narra.
Contaba la conseja popular, allá a principios del siglo 19 en los días cercanos al estallido de la guerra de independencia, que María Terrado era una mujer realmente bonita, hermosa, como la calificaba Pablo Gonzaga, su eterno adulador. Vivía María en compañía de su madre, en una vecindad del barrio de “La Fuente Seca” ubicado debajo del de “La Cruz de los Ciegos” a un lado del camino a la garita hoy calle de Ocampo. Pablo tenía también allí alquilado un cuarto, donde vivía acompañado de “negrito” un perro callejero de regular tamaño, al que se le ocurrió un día alimentar con las sobras de su almuerzo, desde entonces el animal no se separó de él, esperaba a Pablo cada madrugada cuando salía de su vivienda para ir al trabajo y allí, casi en la puerta del malacate de la mina Corteza, permanecía las 12 y hasta 15 horas que duraba el jornal de su casual amo. Meneando la cola y enseñando los dientes en señal de gusto, le recibía y acompañaba en el regreso a la vivienda del barrio de “La Fuente Seca”.
María, que no veía con malos ojos a Pablo, era la encargada de asear la vivienda de este y preparar tanto la cena, como el itacate que Gonzaga llevaría a la mina al siguiente día, todo ello por unas cuantas monedas que semanariamente entregaba y que muy bien le caían a las dos mujeres. A veces los domingos, María se dejaba acompañar de Pablo para acudir a los tempranos servicios religiosos, luego ambos se dirigían a la Plazuela de Mercaderes, ubicada a un costado de la parroquia de la Asunción, frente a los portales del Oficio Público, sitio donde se instalaban diversas vendedoras de antojitos, café, atole y también decenas de indígenas que traían frutas y verduras frescas.
Después, el apuesto mozalbete y María, se dirigían a las huertas del convento de San Francisco, donde permanecían confesándose su amor hasta poco más allá del medio día, en que regresaban a sus respectivas viviendas en “La Fuente Seca”.
Aquel día, 11 de septiembre del año de dios de 1810, la vida de los dos enamorados, dio un vuelco inesperado. Al llegar a la vecindad, se encontraron con la terrible noticia de que doña Gertrudis, la madre de María, había muerto repentinamente en los lavaderos comunes de la vecindad, un dolor en el pecho fue el único antecedente. Pablo intentó en vano consolar a María que abatida, solo atinaba a decir: “no le hice caso… no le hice caso” y escondía el rostro en el rebozo una y otra vez. Ambos velaron a doña Gertrudis aquella noche y al medio día siguiente, seguida de un sencillo cortejo, fue sepultada en el panteón de la Veracruz, allí, donde hoy se encuentra la Presidencia Municipal de Pachuca. Después de la ceremonia, regresaron a la vecindad, María era una esfinge, ya no decía palabra ni derramaba lágrima alguna. Repetidamente desdeñó toda muestra de cariño de Pablo, se encerró en su vivienda, sin responder a los llamados del enamorado y otros vecinos y vecinas.
Al día siguiente, Pablo intentó nuevamente consolarla, sin que María respondiera palabra alguna; así transcurrieron ese día y el siguiente, hasta que Pablo, desesperado decidió echar abajo la puerta encontrando que en el interior no había nadie. María se había marchado sin dejar mensaje alguno, todo el menaje de la casa estaba intacto, la ropa de María y de su madre continuaba colgada en el improvisado ropero, todo estaba allí, menos María. Pablo no disimuló el dolor que aquello le causó, salió de prisa, primero caminando con apresurados pasos, luego en vertiginosa carrera llegó hasta la Plaza Mayor, después se perdió entre los puestos de la Plaza de Mercaderes, de donde salió para dirigirse por el puente de gallo (frente a la Parroquia de la Asunción) el que atravesó hasta llegar al mercado de la fruta, en todas partes su plegaria era la misma, “¿no han visto a María Bonita?” ya que ese era el mote con el que se le conocía en aquel todavía pequeño Real de Minas.
Todo el resto de la tarde de aquel día, Pablo continuó su frenética búsqueda, misma que repitió al siguiente y al siguiente, jamás se supo nada de “María Bonita”, pero sí de Pablo que enajenado perdió toda conciencia de la realidad, medio comía y medio dormía, las semanas pasaban sin que se aseara, hasta quedar en andrajos mal olientes. Un día, cansado de tanto buscar, pero ante todo vencido por la inanición generada por la falta de alimento, sentó sus reales en el que hoy llaman callejón de Rayón, mismo que desemboca en la actual calle de Patoni, allí teniendo por techo un improvisado cobertizo y por asiento un desvencijado cajón de madera, vivió acompañado de su perro el “negrito”. Sus últimos días, fueron los transcurridos desde el 8 de noviembre de 1810, hasta el 23 abril de 1812, fecha en que los insurgentes entraron a Pachuca y prendieron fuego a la villa hasta convertirla a decir de don Carlos María Bustamante en una “Nueva Troya”. Esa misma noche, murió Pablo Gonzaga, muchos dicen que de la prolongada tristeza que le provocó la huida de María Terrado la “María Bonita”, otros señalan que fue víctima de la refriega entre insurgentes y realistas, pero lo cierto es que fue poco lo que se indagó, pues a nadie le importaba nada sobre aquel hombre. Sin embargo al paso del tiempo fueron los propios habitantes de este Real de Pachuca, quienes bautizaron aquel callejón, que hasta entonces no tenía nombre, como el “Callejón del Indio Triste”, designación con la que aún se le conocía a principios del siglo 20, aunque hay quien asegura que tal nominación fue copiada de la que recibió una calle de la Ciudad de México, mas los hechos de aquel suceso fueron recogidos por la conseja popular que de boca en boca se difundieron por largo tiempo de generación en generación, yo la escuché contada por doña Delfina Espinosa, una anciana mujer que la oyó en los primeros años del siglo 20 cuando tenía esa denominación aquella pequeña arteria. Hoy soy el vehículo para transmitirlo a quienes lo lean en esta crónica que seguramente divulgarán.
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Pachuca Tlahuelilpan agosto de 2016